En respuesta a la invitación de la formación política “Actúa” y como continuación a la jornada “Hablamos de transparencia” organizada por Izquierda Abierta, en la que participé junto con Javier Amorós (Consejo de Transparencia y Buen Gobierno), María Rosa Rotondo (Asociación de Profesionales de las Relaciones Internacionales) y Helen Darbishire (Access Info Europe), me gustaría compartir algunas reflexiones personales sobre lo que opino debería ser el futuro inmediato de la transparencia en nuestro país.
En primer lugar, creo que la transparencia, a pesar de su carácter medial o instrumental, debe convertirse en una verdadera exigencia, en un prius en todo debate sobre “lo público” al margen de posiciones partidistas o afinidades políticas. Alguna vez he comentado que la transparencia es el primer plato con el que se alimenta la democracia y esto debería ser asumido así por cualquiera que pretenda abanderar un proyecto político o desempeñar una responsabilidad pública. Mucho se ha escrito ya en nuestro país sobre los objetivos a los que debe responder cualquier propósito o acción en esta materia: la rendición de cuentas, el incremento de la participación ciudadana en los asuntos que conciernen a todos, la mejora de la eficacia en la gestión pública o la recuperación de la confianza en nuestros representantes, son solo algunos de ellos. Todos los que trabajamos en la gestión de la transparencia pública percibimos muy bien, día a día, el efecto directo que tienen muchas medidas que se adoptan en este ámbito sobre estas finalidades, y los beneficios inmediatos sobre lo que ahora hemos coincidido en denominar “regeneración democrática”. La transparencia no es una falacia, ni una invención inútil. La transparencia, sí, es un gran asunto de estado que llega tarde a nuestro país y que, por ese mismo motivo, entre otros muchos, requiere decisiones urgentes –también meditadas- y contundentes.
Toda sociedad democrática anhela que sus ciudadanos puedan conformar su voluntad gracias a un debido acceso a la información. Solo de esta manera tendremos una ciudadanía consciente y despierta, responsable y exigente. Si todos convenimos en que esta es una de las grandes virtudes de la transparencia, parece evidente que no es posible poner en marcha un proyecto de transparencia sin contar con las personas. Más allá de aquella primera consulta públic
a que se llevó a cabo en 2012 sobre un primer borrador de lo que luego llegaría a ser la primera ley de transparencia de nuestro país, con una pobrísima difusión y una respuesta más que decepcionante, nadie ha vuelto a preguntar a los ciudadanos qué información necesitan para construir adecuadamente su pensamiento político. Ante tal nula inquietud, la de quienes deberían ofrecerla y la de los que tendrían que demandarla, seguimos eligiendo a nuestros gobernantes basándonos en intuiciones o rumores, despreciando el valor de los datos y su evidencia. Por eso, la transparencia es una oportunidad única para recuperar a esa multitud de ciudadanos que en los últimos tiempos ha huido despavorida de todo lo público, espantada tras el sombrío y largo tiempo de cataclismos para la decencia y dignidad por el que hemos transitado, y resucitarlos para la acción política, entendida esta en la mejor de sus acepciones.
Los planes de enseñanza tienen que ser, por todo lo dicho, permeables a estas necesidades, incorporando contenidos relacionados con la transparencia pública en los currículos y la formación de las futuras generaciones. El III Plan de Acción presentado por España a la Alianza para el Gobierno Abierto de la que somos parte, así lo recoge y, por ello también, algunas administraciones hemos empezado a planificar actuaciones en esta línea. Solo conseguiremos ciudadanos más activos y comprometidos si educamos desde edades tempranas en actitudes cívicas y mostramos a los jóvenes el valor añadido que aportan los proyectos colectivos. Aunque las leyes nos lo reconozcan desde antes mismo de ser conscientes de ello, nadie nace ciudadano. Convencidos entonces de la importancia de la participación, ningún responsable público podrá ya eludir el deber de motivar sus resoluciones o de dar explicaciones cuando opte por actuar desoyendo lo que la mayoría pide.
Es más fácil desterrar la arbitrariedad en el ejercicio del poder público cuando las decisiones son trazables y es posible hacer una radiografía completa del procedimiento de aprobación de las normas o el diseño de las políticas públicas que a nos todos importan y que soportamos con los tributos que pagamos. Por ello resulta imprescindible seguir avanzando en visibilizar las aportaciones de todos los actores que intervienen en estos procesos mediante iniciativas como la huella normativa, la accesibilidad a las agendas de trabajo de los dirigentes públicos y el registro de los grupos de interés.
En esta estrategia de fortalecimiento de la ética pública no debemos olvidarnos de trabajar para superar los déficits con los que han nacido las instituciones de control e impulso de la transparencia. Actualmente se tramita en el Congreso de los Diputados una proposición de ley Integral de Lucha contra la Corrupción y Protección de los Denunciantes, presentada por el Grupo Parlamentario Ciudadanos, uno de cuyos propósitos es reconocer para el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno capacidades inspectora y sancionadora reales. Desvincularlo definitivamente y a todos los niveles del poder ejecutivo –lo que ha demostrado ya con sus resoluciones- y dotar a sus decisiones de mayor impacto, incluso presupuestario, ayudaría indudablemente a la consolidación de la transparencia y, en especial, de los fines a los que sirve.
Tampoco parece deseable ligar únicamente los avances en transparencia con el agravamiento de las potestades coercitivas de sus comisionados. También hay que explorar otras vías como la mediación o alternativas que permitan antes mejor que generar conflicto, fomentar la pedagogía, hacer cultura, construir otros paradigmas. Por ello, no debería asustarnos la posibilidad de completar nuestro sistema de democracia representativa con experiencias de rendición de cuentas directa a modo, por ejemplo, de sesiones públicas y periódicas de control ciudadano.
Finalmente, no es posible hablar de transparencia sin poner sobre la mesa la evidente demora de nuestra administración en incorporar las TICs a sus procesos. No podemos abrir la información pública sin mejorar y agilizar al mismo tiempo su inventario, custodia y extracción. La tecnología aporta certidumbre, eficiencia y crecimiento económico, y por ello es también un ingrediente imprescindible de la transparencia. Llevamos ya una década de retraso “oficial” y quién sabe cuántas más de hecho en la implantación de la administración electrónica en nuestro país, y nadie parece inmutarse ante la expectativa de malgastar otra más hasta conseguirlo (medianamente). Sin ella es imposible fomentar y dar el empujón definitivo que necesita la reutilización de la información pública, con su puesta a disposición en formatos abiertos que permita un periodismo de datos más serio y crítico y, a la vez, constructivo y no dirigido.
Joaquín Meseguer Yebra. Subdirector general de Transparencia del Ayuntamiento de Madrid y coordinador del grupo de trabajo sobre acceso a la información pública de la Red de Entidades por la Transparencia y la Participación Ciudadana de la FEMP