¿PUEDE UNA BURBUJA HACER LA REVOLUCIÓN?
Metro, hora punta, lleno hasta los topes. Por un momento, suba y mire por encima de las cabezas. Muchos de ellos, cabizbajos ensimismados por su móvil. Baje, cierre los ojos y piense: ¿A cuántos de ellos les afectará la ola de inteligencia artificial que está a punto de inundarnos?
No nos mojará los pies, no nos enfriará el ombligo. No. Nos llegará directamente a la cabeza y se quedará. No será inocua, dado que incluso sus padres nos advierten: Elon Musk y Steve Wozniak han pedido una moratoria de seis meses en la aplicación de muchos de los instrumentos que nos amenazan[i]. Puede ser un toque de atención, pero también una voluntad de protagonizar las dos caras de la moneda: la de quienes desarrollan el artilugio, y la de los preocupados por sus efectos.
En el caso que hoy vemos, las consecuencias son aún más perjudiciales. Hasta ahora, los cambios, las revoluciones (feudal, industrial) requerían a varias generaciones para pasar de una situación a otra más favorable a la sociedad. Por aquel entonces, el motor era la revuelta y el detonante el abuso de poder. El pueblo necesitó décadas para digerir la aparición del vapor, o el uso doméstico de la energía eléctrica. Cada paso adelante causaba daños a la gente que lo daba. Los primeros trenes, o los primeros coches, pese a su escasa velocidad, causaron numerosos fallecidos. Podríamos encontrar un ejemplo más cercano en la actual proliferación de las bicicletas y patinetes en el entorno urbano. Primero, nadie miraba a derecha e izquierda antes de pasar la calle, y muchos dejaron una cadera, una muñeca o incluso la vida (descanse en paz, Muriel Casals). Con el tiempo, han ido viniendo los carriles bici y las regulaciones con sus correspondientes sanciones.
El inicio de la revolución de internet, lo mismo. Mucha gente perdió su trabajo y aparecieron desaprensivos que estafaban a los menos advertidos. Y empezó a surgir una legislación que lo regulaba. Pero tarde y tímidamente. La velocidad de aparición de nuevos artefactos digitales va mucho más rápida que la adaptación de la gran masa de la población a ellos.
Por lo general, el proceso no viene marcado por las necesidades de los consumidores, sino por el ansia de beneficio de quien ve que un nuevo invento puede captar la atención del mercado. Entonces, utilizando todos los resortes de la psicología de masas, se extiende por todas partes su venta sin un análisis crítico previo. Sólo cuando la masificación y el desconocimiento provocan abusos, la administración tratará de ponerle freno. Lo podemos ver en muchas aplicaciones, juegos, realidad virtual, Tick-tock, Twitch, e incluso en los modernos bitcoins. Muchos incautos caen.
Pero lo que viene ahora es más grave. Los anteriores cambios eran recibidos por una sociedad más o menos homogénea, que tarde o temprano valoraba su efecto y adoptaba sus correcciones y, si fuera necesario, la Administración lo regulaba, tarde pero lo hacía. Pero la Inteligencia Artificial va directo al cerebro, y de él a todo el comportamiento humano. Tiempo atrás, el feudalismo cayó porque los súbditos accedieron a más armas, eran más numerosos y hicieron la presión necesaria (a veces bastante sangrienta). La Revolución Rusa del 17 fue una salida violenta del feudalismo. Los señores tenían el control de las tierras, y los sublevados se los quitaron.
Más adelante, lo que tenían y controlaban los dueños eran los medios de producción. Tenían dinero y con ellos compraban máquinas a las que no podían acceder los obreros que se veían forzados a alquilar su tiempo y su fuerza. Unos pocos controlaban las herramientas, y cuando había abusos, con gran sacrificio, los afectados se sublevaban: huelgas, atentados, muertes. Pero existía la conciencia de que, aunque costara, el cambio era posible. El cerebro, La voluntad, los sentimientos seguían siendo propiedad del individuo.
Ahora es distinto. A caballo del hedonismo, de la novedad, del falso sentimiento de “participación”, todo ello reforzado por las sofisticadas técnicas empleadas para crear adicción, lo que está en juego, lo que está siendo apropiado por una minoría, no son ni las herramientas, ni el tiempo; son las mismas circunvoluciones cerebrales y el comportamiento de la gente en función de ellas. El siervo sabía cómo coger la azada para labrar o aplastar una cabeza; el obrero sabía cómo detener las máquinas, pero ¿y el hombre (o la mujer) cibernético? ¿Cómo se puede enfrentar a quien le está esclavizando, controlando sus datos y condicionando su emotividad y con ella sus acciones?
Las grandes oligarquías han aprendido. Los procesos para exprimir a la población mediante la posesión de bienes materiales eran farragosos e incluso podían ser revertidos. Ahora no, el efecto adormecedor, de dependencia en cualquier aspecto de la vida, de cerrar las mentes en burbujas de imaginaria satisfacción, me temo que no es reversible. Como mucho lo podemos frenar un poco, aunque la petición de una moratoria de seis meses por un tema que condicionará a muchas generaciones tiene más de burla que de altruismo. Tal vez un paliativo sería desarrollar en paralelo destrezas mentales y sociales clásicas, pero no creo que la gente esté por la labor, ahora que incluso los coches y los ordenadores o los móviles se venden cínicamente con el argumento de la libertad y del control del destino propio. Y me pregunto, con la periodista Susana Cuadrado[ii], hablando del GPT-4: ¿Qué es peor: que los robots sean cada vez más listos, o que los humanos seamos cada vez más vallas?
ARTICULO PUBLICADO EN CATALÁN EN CLUB CÒRTUM -Àtoms.: https://cortum.org/2023/04/17/pot-una-bombolla-fer-la-revolucio/
[i] El País, 2.4.2023. Ideas. Pàgina 5.
[ii] La Vanguardia, 25.3.2023.