A veces, es necesario que una persona se sacrifique por un pueblo, pero nunca un pueblo debe hacerlo por una sola persona.
Digo esto porque Cataluña, hasta que unas elecciones intenten poner el timón en manos de representantes válidos, habrá permanecido más de un año en un callejón sin salida, gobernada (es un decir) por meros emisarios de un poder que forzosamente está fuera del contacto diario con las necesidades de la ciudadanía (¿hemos oído al oráculo belga hacer propuestas positivas para luchar contra el Covid-19?). Mientras tanto, el gobierno catalán se habrá mantenido estérilmente dividido en tres sectores enfrentados (ahora ya sólo dos: la lucha final), mirándose de reojo e incluso contraprogramándose y negándose el pan y la sal.
La pandemia agrava la situación porque las necesidades de la gente se van incrementando exponencialmente mientras la atención de los gestores está en otras manifestaciones, legítimas pero estériles, completamente estériles.
Si el final de la presidencia (es un decir) de Torra ha sido patético, no lo es menos que se haya negado, haciendo todos los papeles del sainete, a convocar elecciones, a pesar de haberlo anunciado a principios de año, mintiendo a todos para conseguir unos presupuestos que ya son obsoletos.
¿Y todo para qué? Pues a la espera de que su mentor, el dueño de la voz que realmente oíamos, consiga organizar un partido a su medida, presidencialista y perpetuador de aquel clientelismo tan propio. Y el resultado es que todo un país está suspendido sobre el abismo, sacudido y empujado por la Covid-19, pero con un creciente descrédito de las instituciones que lo deben sustentar, haciéndole frente, empezando por el Parlament. No en vano, una de las pocas frases propias del último presidente fue que le sobraba la autonomía, su estructura y su organización. ¿El vacío como herramienta de futuro?
La cosa se agrava dada la torpeza que ha demostrado el líder de Waterloo en reunir una organización mínimamente coherente. Su trayectoria, pobre y llena de regates miedosos, se ha caracterizado por sembrar la discordia, con el objetivo de dividir, nunca para unir; su perfil autoritario hace que se incremente más la lista de los «contra-mí» que los «conmigo». Por tanto, no sólo es indigno y de mala fe tener a todo el país en un paréntesis estéril, sino que también es inútil: no sabe ni nunca sabrá crear una estructura pensando en la conveniencia de la gente y no en la confrontación, sea esta inteligente (es un decir) o no.
Esto no va de independencia, ni siquiera de autonomía; tampoco de derechas o de izquierdas. Esto va de habilidad que, por lo visto hasta ahora, escasea escandalosamente. Pero es que esta dinámica de derribo permanente no debería encajar incluso en las estrategias de los que quieren una Cataluña totalmente independiente, fuera de Europa y de su paraguas asistencial. La degradación querida, buscada, de la convivencia y el prestigio institucional, es el peor daño que se le podía hacer a una hipotética posibilidad de acercarse a la posibilidad de decidir sobre el futuro de Cataluña, independencia incluida.
Antoni Cisteró
Artículo publicado originalmente en catalán en CLUB CÒRTUM, el 13.10.2020